Hay varias razas de fotógrafos: Alberto Jonquières pertenece a la de quienes consideran la realidad como una cantera indeterminada de la cual pueden extraer su propia obra. O sea, que su acción en última instancia, consiste en "poner entre paréntesis" un fragmento del universo y salvarlo del olvido.
Esos fotógrafos son los puristas de la profesión, aquellos que no mutilan ni manipulan el documento final -la foto- que debe inscribirse siempre en el rectángulo elemental que les impone la cámara. Ese estilo de fotografía tiene fatalmente que privilegiar a la arquitectura: antigua o moderna, en ruinas o flamante, e incluso -lo que es más polémico- buena o mala. Ya que esa arquitectura resulta apenas la materia prima y es al fotógrafo a quien incumbe crear su obra original que resultará así, a la segunda potencia.
Actitud que puede parecerse, por su liberación imaginativa, a la del objet trouvé que con tanto éxito practicó, por ejemplo, Picasso. Para él era una saludable provocación encontrarse en un terreno baldío con un manubrio y un asiento de bicicleta para transformarlos -por arte de magia- en una intrigante cabeza de toro.
Así, en las fotos de Alberto Jonquières nunca viene al caso la perfección formal de aquello que le sirve de involuntario modelo. Su obra creativa sólo saldrá de la relación objetiva -pero arbitraria- que él gracias a su imaginación, sea capaz de establecer entre cosas que en un principio son heterogéneas.
La frialdad misma de esas cosas parece fascinarlo: a través del visor el fotógrafo tiene que componer su imagen que no debe ser literaria sino estrictamente plástica. Y digo plástica y no pictórica, porque la pintura no es y nunca será la escuela de la fotografía, no viceversa. Mundos aparte y complementarios, comprendemos hoy que en el lenguaje de la pintura, la escultura, la foto, el cine y ahora también la televisión, son independientes y poseen sus leyes propias que el verdadero artista no puede transgredir.
No debo -no quiero- “interpretar" las fotos que el espectador tiene ante los ojos: ellas hablan elocuentemente por sí solas. Tal vez sólo recordar a quien todavía tenga prejuicios y quiera librarse de ellos, que una buena foto no es nunca meramente el registro mecánico de lo que el autor veía en el momento de apretar el disparador. Si se lo piensa bien es mucho más que eso, ya que su voluntad se ejerció de antemano al elegir la cámara, la película, su punto de vista frente al ”tema", en fin, el momento exacto en que iba a desencadenar la operación de fijar un instante del tiempo sobre una placa sensible.
Un fotógrafo así nos hace mirar y pensar dos veces frente a Io que nuestra mirada displicente puede rechazar por trivial o por feo. Literalmente no hay cosa fea en el mundo, puesto que el color, la textura, el infinito repertorio de las formas, constituyen los elementos a partir de los cuales el artista -en este caso el fotógrafo- se inspira para producir obra original.
La sagacidad del creador actua así a todos los niveles: a veces fijándose en la silueta con que un techo triangular color óxido se inscribe contra un cielo gris. Otras, eligiendo entre los carteles arrancados el esquema cromático más inesperado, no para centrarlo -como en la pintura tradicional- sino para delimitarlo mediante un marco aleatorio. Otras, en fin, se trata de una combinatoria de muros y huecos en una mísera casa rural, exaltada por zonas de anaranjado pálido, ocre, intenso carmín y una moldura lila que subraya el vacío de una puerta abierta.
La memoria guarda el recuerdo de otras proposiciones: los perfiles de hierro de fundición que se leen a contraluz, en arabesco, contra una pared al sol cubierta de carteles. O las finas columnitas que, en otra de las fotos, sostienen unos toldos malva, por cuyos resquicios se ven girones de cielo azul.
Muy pocas veces hay personas en las fotos de Alberto Jonquières, y cuando aparecen, se trata generalmente de niños: o un grupo apeñuscado al pie de un muro cubierto de graffití; o en esa vista aérea en que la máquina se zambulle sobre un estanque color esmeralda, bordeado por una acera blanca y en donde el único punto rojo es un chiquillo que pasa.
Estas fotografías pudorosas están "construidas" y el espectador comprende que hay que rechazarlas o aceptarlas como son: ya que no se podría quitar ni agregar nada a lo que se nos ofrece como algo ya definitivo. Es el encuadre y el instante los que hacen la foto. Ya que el creador no pudo disponer a su antojo los elementos como hace el pintor, por ejemplo, cuando sobre una mesa prepara el modelo de su naturaleza muerta "artísticamente" equilibrada.
En la arriesgada práctica de la fotografía, los datos le son proporcionados al artista de manera azarosa, como en una partida de barajas el jugador recibe sus cartas. Lo único que puede entonces hacer con ellas es darles el mejor uso posible, con el deliberado propósito de ganar.
Julio Cortázar y Alberto Jonquières : La complicidad de la mirada
La reciente edición de Cartas a los Jonquières, no solo ha puesto al lector de habla castellana ante el regocijo de casi seiscientas páginas de un Cortázar inédito. Reconstruye una parte de su biografía historiando una amistad de décadas, un prolífico intercambio de experiencias, ideas, palabras; también da cuenta de un viaje periódico de fotos. Fotos de familia donde el escritor bucea en los rostros amigos y se detiene en las imágenes de los chicos que extraña, los hijos del amigo, siempre recordados. Despotrica contra las impericias de fotógrafos que no les hacen justicia y se detiene en el punto exacto donde descubrir una expresión, un crecimiento: “¡Qué avidez en la mirada, qué descubrimiento del mundo...”
(1) Los observados aquí son Alberto Jonquières y su hermana Maricló. Esas miradas son seguidas con atención por este tío excepcional a través de sucesivas fotos, e imaginadas tras la partida de la familia hacia París, donde se instalarán en la mayor de las cercanías: “Ahora el Conte estará metiendo el pecho en alta mar, y Alberto y Maricló
(2) serán dos inmensos pares de ojos mirando el misterio."
(3)
Quien mira es, claro está, mirado. Hacia 1967 Alberto Jonquières, todavía adolescente y ya fotógrafo, inicia la serie de retratos de Cortázar que aquí se presentan. Fotografías en blanco y negro, algunas luego muy famosas, que lo registran enmarcado en diversas geometrías: la de su biblioteca, la de la alternancia de los planos de luz y sombra, la de la pipa o la trompeta -Jonquières relata, divertido, la impericia de aquellos intentos musicales; con ellos tal vez Cortázar convocaba alguna Musa
(4) -. El perfil del escritor se enfrenta a la gruesa pincelada de un cuadro geométrico de Sergio de Castro, nítido contra un fondo que sabemos solido pero se difumina. Un rostro conocido pero también cambiante, una mirada que enfrenta a la cámara o la elude, triunfan por sobre los reencuadres, se instalan, permanecen: lo que pide un retrato. Estas fotos son parte de una manera casi opuesta a la más conocida de Jonquières, la que hoy se encuentra en las colecciones del Centro Georges Pompidou, del Museo Carnavalet de París, o del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. Allí el fotógrafo hace de la presencia humana y de todo lo que tiene movimiento -trenes, barcos en el Sena, el agua contra los pilares de los puentes-, una fantasmagoría, un borrón de luz y color, mientras permanecen, inmutables, las arquitecturas y los objetos. Arcadas, escaleras, carteles, marcas viales, son los que perduran, mientras la mirada del artista pesca el instante fugaz de una presencia evanescente. La serie cortazariana, en cambio, recorta y fija un tiempo de complicidades e intimidad.
Alguna vez Cortázar dedicó "Oso", la primera pagina de lo que luego sera Historias de cronopios y de famas, a los dos hijos mayores de los Jonquières, y puso allí un poco de misterio en lo cotidiano, bajo la idea de un oso que transita por las cañerías. Alberto le devuelve, con esa mirada voraz que el escritor le adivinara, un retazo de vida rescatado del tiempo.